domingo, 28 de enero de 2018

Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin



Pájaros en la boca es el segundo libro de cuentos de Samanta Schweblin. En él se incorporan nuevas historias escritas expresamente para este volumen y se incluyen otras que ya habíamos podido disfrutar en El núcleo del disturbio. Como siempre, os doy la lista completa y me dedico a comentar brevemente aquellas que no había leído antes, así como a daros una idea del conjunto total y una valoración en función del particular estilo de la autora y el contenido tratado.

Las nuevas por conocer (o de los que vamos a hablar):
  • Irman
  • En la estepa
  • Pájaros en la boca
  • Perdiendo velocidad
  • Cabezas contra el asfalto
  • El cavador
  • La furia de las pestes
  • La medida de las cosas
  • Conservas
  • Mi hermano Walter
  • Papá Noel duerme en casa
  • Bajo tierra 

Las viejas conocidas (de los que ya hablamos aquí):
  • Mujeres desesperadas
  • Hacia la alegre civilización
  • Sueño de revolución (antes titulado "La pegajosa baba de un sueño de revolución")
  • Matar a un perro
  • La verdad acerca del futuro
  • La pesada valija de Benavides

De entre lo nuevo, los más destacados son En la estepa, Pájaros en la boca, Cabezas contra el asfalto, El cavador, Bajo tierra Conservas. Los otros están un poco para rellenar y oscilan entre lo decente y lo pasable, con alguno como Perdiendo velocidad, que diría que es incluso innecesario. 

En la estepa un matrimonio sale a cazar en sus ratos libres. No buscan patos o conejos, sino "eso". Funciona excelentemente como la metáfora de la búsqueda de un hijo y la desesperación de no poder tenerlo. Que nunca se explicite en el relato es un componente maravilloso, ya que le permite al lector elucubrar posibles tesoros a los que puede aspirar una joven pareja y que no tienen por qué acabar siendo un ente tan concreto. Si no es un hijo lo que buscan, entonces: ¿buscan el amor? ¿La estabilidad? ¿La felicidad? ¿Una razón para pervivir en el mundo? Uno de los más relatos que más obligan a pensar al lector..

Pájaros en la boca es la historia que le da nombre al conjunto y que, aunque a un nivel por debajo de los que ya venían de El núcleo del disturbio, funciona con solidez. Tiene un componente escalofriante, que era propio de Schweblin, pero que en este relato en concreto va a profundizarse mucho. Sara es la hija de Martín, a quien no ve desde hace meses, porque su exmujer, Silvia, se quedó con la custodia de la menor. Sara ha dejado de ingerir lo que podríamos llamar comida normal y ahora sólo se alimenta de pájaros vivos. Silvia, incapaz de dormir, después de ver la sonrisa de su hija pintada de sangre y plumas, la deja a cargo de un Martín, que lejos de escandalizarse, decide mantener el bizarro secreto de las preferencias culinarias de la pequeña, pensando con alegría que más difícil de disimular es un embarazo.

Cabezas contra el asfalto cuenta también con un escenario enrarecido y lleno de sátira. En el cuento, un artista nos habla de cómo se hizo famoso pintando rostros estampados contra la calzada. En su encierro propio de un ermitaño budista del Tíbet recibe la visita de un dentista coreano que acuerda realizarle una serie de empastes a cambio de un cuadro, de un diente gigante. Sin embargo, el pintor no entiende el matiz del contenido y dibuja la cabeza de su nuevo amigo destrozándose en el suelo. Esto dará lugar a numerosos problemas que nos permitirán reflexionar sobre la comunicación humana, los límites del arte, la multiculturalidad y el racismo por ignorancia del hombre blanco sobre otras etnias.

El cavador es un relato onírico lleno de originalidad. Un hombre alquila una casa para pasar sus vacaciones y allí se encuentra con otro que estaba cavando un pozo desde hace mucho tiempo por algún motivo que él desconoce. No sabemos qué hay en el pozo ni porqué el cavador insiste tanto en él, pero sabemos que la labor le está destinada a su persona en exclusiva y que parece una suerte de castigo. Una metáfora brillante sobre las relaciones de dominación/sumisión que rigen el sistema de clases actual, donde unos trabajan convencidos de su obligación mientras otros disfrutan y se aprovechan de sus logros.

Bajo tierra es otro cuento con tintes de la narrativa de terror. Un viajero se detiene en la carretera y escucha el relato de un viejo sobre extraños sucesos que habrían ocurrido en la región hace no demasiado tiempo. El giro final es desconcertante y, aunque hasta cierto punto sea predecible, la escena está narrada con una prosa singular, precisa y llena de simbolismo que a mí, al menos, me ha convencido.

Conservas nos habla de los peligros del Carpe Diem! y de sus límites. Es un relato a caballo entre lo neofantástico y la narración de ciencia ficción. Una mujer embarazada comienza a seguir un dudoso método llamado la "respiración consciente" que permite que el feto de su bebé se reduzca y pueda ser expulsado antes de desarrollarse por completo, pero manteniendo todas las esperanzas de vida. El objetivo: recuperar su delgada figura anterior a la concepción de la pequeña alma. Cuenta con imágenes muy poderosas que lo vuelven una historia que destaca entre las demás.

Mi hermano Walter y La medida de las cosas van un poco a la zaga de estos cinco relatos, pero no por ello dejan de ser muy recomendables. Papá Noel duerme en casa casi no parece un relato de Schweblin, sino más bien de Patricio Pron, por ese realismo sucio y exagerado que emplea, pero es igualmente descorazonador. La furia de las pestes, Irman y Perdiendo velocidad me han resultado muy flojos en comparación con los demás y no entiendo demasiado bien qué pintan aquí, es decir, no comprendo qué aportan a una antología que creo que funcionaría mucho mejor sin ellos. Lo más reprochable es que los mejores textos ya habían aparecido en un volumen anterior y que sin ellos los nuevos, salvo las excepciones que he destacado, se sienten algo -o mucho- por debajo. Aunque ya sabéis que para gustos, tenemos los colores.  En cualquier caso, es siempre un placer leer a Schweblin. Os dejo más reseñas de Pájaros en la boca en Desde la ciudad sin cines y Un libro al día

Reseñas de otras obras de Schweblin en esta esquina: Kentukis Siete casas vacías, El núcleo del disturbio




miércoles, 24 de enero de 2018

Conocer a una mujer, de Amos Oz



Yoel Ravid es un agente de la Mossad que tras la trágica muerte de su esposa en un "accidente" decide retirarse y mudarse con su hija, su madre y su suegra a un dúplex en Tel Aviv. Allí tendrá que buscar una nueva y más tranquila forma de ocupar su tiempo: granjeándose amistades, trabajando en el jardín, ojeando los libros de la biblioteca de su casero, viendo el telediario, etc. Aunque, sobre todo, a lo que se dedicará principalmente será a averiguar la forma de comprender a las mujeres con las que convive y ha convivido a lo largo de su vida, que siempre habían resultado para él un enigma irresoluble que el universo le colocaba delante entre misión de espionaje y misión de espionaje. ¿Ibriya, su mujer, murió por accidente, se suicidó o la mataron? ¿Es cierto que su hija Neta está enferma, o lo finje? ¿Su suegra planea un complot contra él o sólo trata de defender la memoria de su hija? ¿Su madre comienza ya a estar senil o es la más lúcida de la casa? ¿Su matrimonio está basado o no en una violación? ¿Ibriya le era infiel con su vecino? ¿Qué tipo de relación mantiene su hija menor de edad con su jefe?

Todas estas y muchas otras preguntas irán sirviendo para plantearnos la problemática situación que rodea a un Yoel que, lejos de tomar partido, pasa la mayor parte de la novela reflexionando. Es así como, a pesar de que Oz titule esta obra Conocer a una mujer, buena parte de la misma la pasaremos intentando conocer a un hombre. Yoel hace un ejercicio instropectivo que lo lleva a replantearse la utilidad de sus actos y la necesidad de su trabajo. ¿Ha sido completamente libre siempre o han jugado con él para que se convirtiera en lo que es? ¿Está marcado por el doloroso destino del judío? ¿Hasta qué punto puede vivir sin su trabajo, sin una ocupación? ¿Es ya, como afirma Ibriya, una máquina de matar sin corazón, incapaz de hacer cualquier otra cosa? El año que pasa Yoel inmediatamente después de la muerte de su mujer le sirve para ponerse a prueba y para recapacitar todas sus acciones pasadas. Toma así una responsabilidad en la muerte de Ibriya y en la supuesta enfermedad de su hija, que piensa que podría haber evitado ejerciendo otro oficio; trata de rehacer su vida con varios altibajos, donde le tentarán y se dejará tentar para equivocarse una y otra vez hasta dar con la tecla que le permita ser feliz de nuevo.

Conocer a una mujer es una novela lenta, pero tan bien construida que engancha desde la primera página a la última. Oz genera una intriga en base a una serie de imágenes y escenas que funcionan muy bien en sucesión y que se conectan a través de los recuerdos continuos de un Yoel que en pleno duelo roza más de una vez la desesperación. Las palabras llegan cargadas de tristeza y en contadas ocasiones podemos encontrar elementos más desenfados  o cómicos. Oz consigue muy bien transmitirle al lector las emociones de su protagonista, con el que, a pesar de su mutismo general, es muy fácil empatizar, lo que, por supuesto, representa todo un logro.

La novela está escrita y ambientada en Israel, pero se presiente un cierto aire internacional que me ha gustado mucho. Si bien, hay muchas referencias a las costumbres isrealíes, también hay una cierta preocupación por lo que sucede en el mundo exterior. Se habla de las lluviosas y estrechas calles del centro de Londres, pero también de las chabolas entre pagodas de los suburbios de Bangkok. Se bosquejan ciudades como Madrid o Helsinki en función de los recuerdos que despiertan en el protagonista, por lo que su visión es sesgada y onírica. 

La intriga está muy bien regulada y funciona, a pesar de que la trama avanza a un ritmo bastante lento, aunque creo que lo más importante en Conocer a una mujer son las reflexiones que plantea y la belleza de una prosa dedicada al detalle y a la abstracción. No obstante, el punto este de Yoel recordando sus aventuras con la Mossad en países voluptuosos y las reuniones que tiene con su exjefe que tratará de convencerlo, incluso mediante su hija, de que vuelva al trabajo, tienen cierto toque de novela de espías que descoloca al lector y que lo pone en guardia ante cualquier trampa que pudieran tenderle a Yoel en un momento dado. ¿Conoce verdaderamente a sus nuevos vecinos estadounidenses? ¿Por qué su agente inmobiliario quiere de repente ser tan amigo suyo? ¿Puede uno fiarse de los demás si ha sido espía y asesino a servicio del gobierno de Israel? Para Yoel la respuesta obvia es no; así que lo veremos avanzar con mucho tiento a lo largo de cada una de las nuevas y cotidianas peripecias que le suceden en su inacostumbrado retiro. 

Una novela brillante para leer con calma que consigue que siga queriendo más libros de este autor israelí. El próximo no tardará en caer. Tenéis otra excelente reseña en Devoradora de libros

Más obras de Amos Oz reseñadas en esta esquina: Una pantera en el sótano, La bicicleta de Sumji, Queridos fanáticos



domingo, 21 de enero de 2018

Paisaje con reptiles, de Pilar Pedraza





Alicia es una pintora aficionada que aspira a convertirse en una gran artista y que está casada con Julius, un ingeniero mucho mayor que ella. Ambos se trasladan a vivir desde España a un remotísimo y diminuto archipiélago en medio de un océano tintado de negro por el escape de una planta de extracción petrolífera. Mientras que Julius y su equipo tratan con desesperación de encontrar la intrincada forma de contener la mancha, que parece crecer más y más a pesar de sus esfuerzos, Alicia intenta no aburrirse merodeando por los turbios espacios de la isla en busca de la inspiración que le permita continuar con su obra. En uno de sus paseos, la pintora conoce a Amara, Seffira Touissant y a un grupo de niños que disfrutan sacando tortugas milenarias del mar para luego descuartizarlas y llevarse el enorme caparazón a casa como trofeo. Las tripas del reptil, marcas del sacrificio, quedan al sol de la tarde y sirven de símbolo de la crueldad y de la fuerte tendencia a la destrucción que tienen los seres humanos, así como del placer que encuentran en esta, que a diferencia de los adultos, no disimulan sentir los niños.

De hecho, una parte importante de la novela se centra en esta idea de la destrucción de los demás, la de uno mismo y el placer estético que puede hallarse en ello. Pedraza desarrolla aquí un pensamiento sadomasoquista en el sentido metafórico con el que trata de hablarnos de la bestialidad del ser humano, que con toda su civilización y todo su progreso, no deja de ser un animal salvaje que lucha por sobrevivir a través del sexo y del poder. La mancha de petróleo es una constante en toda la novela y sirve para apoyar estas ideas sobre la destrucción del hombre por el hombre y del mundo por el hombre y de la necesidad que tenemos de justificar absurdamente esa destrucción. Julius se ve comprometido por Alicia, que no quiere estar allí, e incluso enferma impotente por enfrentarse a la oscuridad de la mancha sin una convicción verdadera y sin ninguna posibilidad de victoria. Su evolución progresiva hacia la locura a lo largo de la trama está muy bien construida y lo convierte en un auténtico monstruo de novela de terror con escenas memorables y muy cinematográficas. Pedraza compone capítulos impresionantes en los que cada palabra se siente medida y se ajusta a la perfección a las sensaciones que busca transmitir.

Pero la evolución de Julius es sólo la punta del iceberg y sirve de muestra para dar un paso más allá: explicar los toscos comportamientos y la apariencia marina de los isleños, que habrían llevado toda su vida allí, bajo el influjo enloquecedor de la mancha y la mirada vidriosa de las tortugas. Al principio Alicia no encuentra demasiado extraños a los indígenas y siente por ellos más curiosidad que miedo, pero a medida que va avanzando la historia comprende que corre el riesgo de contegiarse de su animadversión, su miseria y su hambre de violencia. También hay que decir que Alicia no es una chica común, sino que se siente una estrafalaria artista que adora el sexo masoquista, cree en sirenas, adopta un mono y va a visitar a adivinos. Lo cierto, es cada nuevo descubrimiento que hacemos tanto de Alicia como de la isla y de los otros personajes consigue que la atmósfera adquiera tintes cada vez más enrarecidos. Diría que tiene hasta cierto aire weird, que no le va a convencer a todo el mundo, pero que a mí, por lo menos, me ha enamorado. Estos descubrimientos están muy bien dispuestos y controlados para generar una intriga en torno a una serie de misterios que parecen no resolverse nunca. La isla se convierte en un lugar maldito y sus aldeanos danzan sobre ella con las caras pintas de enfermedad y podredumbre. El ambiente dominado por los prejuicios y por cierta reminiscencia sobrenatural recuerda, salvando las distancias, a la Comala de Pedro Páramo. Sin duda, repetiré con la autora en el futuro. Bastante recomendable si tienes buen estómago, ya que algunas escenas pueden llegar a herir sensibilidades. Tenéis otra reseña en Un libro al día (con quienes coincido de manera general; se centran en desarrollar otros aspectos muy interesantes de la novela, por lo que os la recomiendo).

Más reseñas de obras de Pilar Pedraza en esta esquina: La pequeña pasión,


sábado, 13 de enero de 2018

Un dios salvaje, de Yasmina Reza




Quería volver a Yasmina Reza después del breve, pero satisfactorio cotacto que había tenido el mes pasado con su obra tras la lectura de En el trineo de Schopenhauer, un relato largo/novela muy corta en la que había muchos componentes del lenguaje teatral. Reza es una reconocida dramaturga y Un dios salvaje es, sin duda, su obra más laureada. En ella asistimos a una batalla campal entre dos matrimonios que tratan de resolver con civismo y sin éxito una violenta disputa que habrían tenido sus hijos un par de días atrás. 

Alain y Anette Reillé acuden a la casa de Veronique y Michel Houillé porque Ferdinand, el hijo de los primeros, le ha sacado dos dientes y medio de un palazo a Bruno, el vástago de los segundos, y va a ser denunciado si no es capaz de disculparse con el corazón en la mano. Veronique piensa que el perdón sólo se obtendrá si es lo más sincero posible, pero Alain no está dispuesto a que su hijo se humille de esa forma; para él el mundo está regido por un dios salvaje y la violencia es una forma de expresar quién es más fuerte. Alain califica la acción de su hijo como una mera chiquillada a la que no hay que darle importancia, pero Veronique es un persona que se cree comprometida con la evolución social y que piensa que en la agresión queda claro quién es la víctima y quién el verdugo. Entre medias tenemos a un condescendiente Michel que detesta la hipocresía de su esposa y que trata de agraciarse con el triste Alain al tiempo que desea partirle la cara a puñetazos y a una sufridora Anette, que está harta del dominio que tiene su marido sobre ella cuando no es capaz de preocuparse lo más mínimo por los asuntos más complicados de la familia. Alain es un empresario que ha metido la cabeza en el turbio negocio de la venta de fármacos nocivos para la salud a gran escala y que, durante toda la obra, está hablando por teléfono para dejar clara su postura de tapar todos los huecos ante las posibles amenazas de demanda por miles de damnificados. Uno de ellos la inocente madre de Michel con más de setenta años. 

Un dios salvaje es una comedia acidísima en un único acto donde se pone de relieve que, a pesar de todo el avance de la civilización, nuestro cerebro de homo sapiens sapiens se ha mantenido sin alteraciones y que los sentimientos que nos permitieron sobrevivir hace miles de años son los que en definitiva siguen funcionando, todo lo demás es hipocresía y maquillaje. Veronique es una escritora que trabaja temas relacionados con las penurias de los países africanos y que se siente mejor que nadie por denunciar la injusticia del mundo. Esta vanidad le lleva a creer que tiene razón en todo y a juzgar precipitadamente a todo aquel que le rodea, colocándolo siempre un escalón o dos por debajo de donde ella está. Esto le permite a Reza crear un personaje como Michel, un hombre sumiso y temeroso, cuya única finalidad es agradar y que se siente confuso en toda la obra por no saber a quién tiene que darle la razón. Michel adquiere también algunos valores hipócritas, pues a pleno capricho exige para Ferdinand unas disculpas sinceras a su hijo por la paliza cuando él no es capaz de dárselas a su hija por haber abandonado/asesinado al diminuto y frágil hámster de ésta. Anette, por el contrario, es una mujer sometida a una presión insoportable al sentirse culpable del desastre que la rodea, ya que Alain, que dedica toda su vida al trabajo, se desentiende de todos los asuntos que tienen que ver con su familia y sólo abre la boca para recriminarle lo mal que está llevándolo todo.

En Un dios salvaje están los miedos y la lucha por el poder que han servido para perpetuar la especie desde que ésta existe y se levantan como un muro insalvable para todos los propósitos de compromiso social y progreso que se plantean para la sociedad de hoy. Explica el fracaso de las ideas integradoras, de la equidad y del respeto en la premisa insoslayable de que la sociedad hasta el día de hoy sólo ha sabido avanzar a partir del odio y que pedir cualquier otra cosa a nuestras mentes es forzar demasiado la máquina, a veces con escusas y mentiras que no llegamos a creernos del todo. Una visión como la que Reza muestra aquí es sumamente desconcertante, cruda y desesperanzadora con una humanidad que no ha mejorado, sino sólo progresado en un camino para permitir la supervivencia de los más preparados, eliminando o dejando de lado a los más vulnerables. Se borra también toda esperanza de posible mejora y se refuerza la idea de un mundo asqueado que ha tenido que perfumarse a sí mismo para poder seguir progresando en la misma línea que ha mantenido siempre. Con momentos de tensión brutales, Un dios salvaje se convierte en un drama más que recomendable para cualquiera que busque reflexionar sobre la naturaleza humana y sus estragos. 

Más reseñas de obras de Yasmina Reza en esta esquina: En el trineo de Schopenhauer,


miércoles, 10 de enero de 2018

El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares




Emilio Gauna es obrero en un taller de Buenos Aires a finales de los años 1920s que sobrevive como buenamente puede compartiendo cuarto con su mejor amigo Larsen y que es aficionado al fútbol, al mate y a las carreras de caballos. Siente especial predilección por el juego y, gracias a la recomendación de su peluquero, apuesta por el equino ganador, con lo que se agencia más de mil pesos de golpe. Como no sabe en qué invertirlos e impulsado por su buen corazón invita a sus amigos del barrio, una panda de maleantes dirigidos por un viejo doctor apellidado Valerga, a pasar juntos las tres noches más alocadas de sus vidas en el carnaval de la capital de 1927. Tanto es lo que bebe Gauna que se despierta tirado en medio en medio de un bosque junto a un mudo y su hermano, sin recordar cómo llegó allí. Sin embargo, una imagen persiste en su cabeza, la de una mujer cubierta con una máscara en el lujoso pub de copas Armanville, de las afueras de la ciudad.

A partir de este punto comienza una historia de cotidianeidad, que Bioy prolonga la mayor parte de la novela. Gauna visita a un brujo porque sabe que algo importante ocurrió aquella noche, aunque no tenga claro el qué. El vidente le recomienda que trate de olvidarse del todo de ese asunto, pues su vida podría correr peligro si no lo hiciera. Entonces Gauna se resigna e intenta volver a la rutina de siempre. Se enamora, se casa, tiene toda suerte de proyectos y parece feliz, pero la duda acerca de lo que ocurrió verdaderamente en esas tres noches de 1927 vuelve a presentarse años después con una fuerza atroz.

Tengo que decir que El sueño de los héroes es una novela bastante diferente de lo que esperaba tras haber leído La invención de Morel. Se presenta a sí misma como una obra fantástica, pero este elemento se concentra en muy pocos puntos de la narración, que, por lo general, goza de un realismo muy bien construído. Con Gauna uno paseará por los lugares más deprimidos de los Buenos Aires de finales de los 1920s en una novela con unos tintes argentinos muy marcados. Los personajes toman mate, vosean, recitan tangos de memoria, se vuelven locos por el fútbol, apuestan a las carreras de caballos, salen a emborracharse por noches en el carnaval, etc. Esto puede llamarle la atención a lectores que como yo no hemos pisado nunca Argentina, aunque me imagino que buena parte de los de allá estarán un poco hartos de personajes tan estereotipados. 

Lo cierto es que los personajes se sienten muy encerrados en sus roles sociales y salvo alguno que otro como Larsen, la mayoría cuentan con una profundidad relativa y con unas actuaciones algo predecibles. Gauna es un personaje que no comprende cómo debe actuar, pero que se deja guiar con la idea de "cómo tienen que ser los hombres"; demostrará a toda costa que él no es ningún cobarde. Es triste, porque él mismo sabe que los actos que tiene son muy reprochables y que el doctor Valerga y sus compinches son unos sinvergüenzas que sólo quieren aprovecharse de su dinero, pero aún así siente una necesidad tan grande de mostrarse ante ellos como el "macho" que raya en lo patético. No obstante, Gauna tiene un buen corazón y eso le lleva a conquistar a Clara, la hija del brujo, que a mi juicio es uno de los personajes mejor construidos y que más juego dan. Clara se pasea en otro conjunto social que Gauna desconoce: el marginal mundo del arte dramático de la época. Sus amigos son intelectuales con pocos recursos donde Gauna no encaja en absoluto. El grupo de Clara es utilizado por Bioy para criticar la pésima situación de la mayoría de teatros de la Argentina del primer tercio del siglo XX, muy influido por las ideas modernistas que llegaban tardíamente de la Europa Continental. Clara es un personaje ambiguo e ingenioso y, por supuesto, la mente pensante del matrimonio Gauna. Sabe que todo lo que profetiza su padre es cierto y que Emilio no debe instigar en el pasado de aquellas tres noches. Sin embargo, me ha faltado en ella una chispa de rebeldía con una pareja tan cargada de celos como es el operario, poderosamente posesivo e irresponsable.

A pesar de esto, la construcción final y el ritmo creciente de la novela en su último tercio le dan una fuerza estética apabullante. Se genera una intriga insospechada para el lector que hacía un par de días había comenzado el libro en un abanico de confunsión y, al igual que en La invención de Morel obtenemos un final más que satisfactorio y que nos deja con más preguntas que respuestas. Bioy consigue que uno llegue a sentir verdadera preocupación por el destino de Gauna y por desentrañar el misterio que busca con tanto ahínco. Y esto es un logro fundamental para que una novela como El sueño de los héroes siga funcionando a día de hoy.

Por su temática la historia me ha recordado en gran medida a Cuando quiero llorar no lloro, aunque la prosa de Bioy es más sobria y precisa que la de Otero Silva, que destaca por su léxico florido e irónico.  También recuerda a un cuento como El sur de Borges, aunque con una trama mucho más enrevesada, callejera y distanciada en el espacio. Como novela podría decir que es recomendable, aunque los que más disfrutarán de ella serán los argentinófilos y los amantes de los finales sorprendentes que sepan tener paciencia a la hora de leer. Para cualquiera de estos dos, es una novela imprescindible.

Más reseñas de obras de Bioy Casares en esta esquina: Dormir al sol, La invención de Morel,


domingo, 7 de enero de 2018

El niño que dibujaba gatos, de Lafcadio Hearn







Me aventuré a leer este libro gracias a la intrincada y extravagante vida de su autor: un periodista griego de padre irlandés que tras trabajar en los Estados Unidos acaba dando clases en universidades japonesas a finales del siglo XIX. Pensé que de esas extrañísimas experiencias aparecerían textos a la altura, pero lo que me he encontrado es bastante diferente. De los 23 cuentos que integran este libro sólo 9 están escritos con seguridad por Hearn (menos de la mitad del texto total) y los otros se le atribuyen por semejanzas con el estilo. Las piezas se tratan de una curiosa mezcla de cuentos maravillosos (que podían haber sido transmitidos perfectamente a través de la tradición oral japonesa) y narrativa infantil. Aunque decir que estos textos son para niños sería un poco desconcertante porque si bien hay en ellos formas típicas de la narrativa para los más pequeños (tramas sencillas, tono desenfadado, historias con finales "normalmente" felices, objetos mágicos, amigos animales que hablan,...) también tenemos situaciones y escenas que hoy en día calificaríamos de inapropiadas sin dudarlo. La mayoría de cuentos tienen un machismo muy marcado y en ellos no es inhabitual la presencia flotante de la idea del sexo y la justificación de la violencia más sangrienta. Supongo que a finales del siglo XIX la literatura estríctamente para niños estaba naciendo y no se sabía muy bien cómo enfocarla. 

A la falta de un público objetivo que pueda disfrutar de esta obra se le suman otros problemas diversos. Uno de ellos es la sensación que deja en el lector de que las tramas siguen modelos cerrados muy simples que se repiten una y otra y otra vez hasta el hastío. Esto es propio de los cuentos maravillosos de tradición oral en el que un cuento se modifica una y otra vez generando versiones diferentes de lo mismo, que se acaban por separar para conformar nuevos cuentos. Esto es comprensible si tenemos en cuenta que el texto no estaba fijado y que se acudía a él a través de las reminiscencias que podía dejar la memoria colectiva, pero eso no quita que los editores podían haber sido más listos y omitir aquellas historias que eran prácticamente iguales para dar algo de fluidez. A veces menos es más, y para mí sobran como mínimo unos 10 cuentos. 

De entre lo que más merece la pena me gustaría destacar el cuento que da nombre a la recopilación que, si bien no encaja mucho con los demás, constituye una excelente historia de terror para adolescentes. El niño que dibujaba gatos juega muy bien con la sinestesia y con la idea del terror sobrenatural y acerca de lo inesperado. De entre los demás alguno medio qué hay, pero, por lo general, son textos carentes de todo interés, a no ser que sigas al autor o que estés estudiando sobre los cuentos maravillosos. Tenéis otra reseña en Noctámbula.





miércoles, 3 de enero de 2018

Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro



Masuji Ono es un pintor que hace revisión de su vida para admitir y superar sus errores del pasado. Durante algún tiempo los cuadros de Ono habrían servido para ensalzar las grandezas del Japón Imperial que en medio de la Segunda Guerra Mundial habría intentado extender su territorio en consonancia con las ideas fascistas que prosperaban en la Europa del momento. Con la derrota del país nipón sus compatriotas habían señalado a un conjunto de ideólogos como responsables de las muertes y traidores a la nación. El viejo Ono, a diferencia de tantos otros que arrepentidos habían optado por el suicidio como única forma de pedir perdón, decide sencillamente esconder sus cuadros, guardar silencio e intentar casar a Noriko, la menor de sus hijas, lo que no conseguirá a la primera debido a su reputación.

Un artista del mundo flotante trata sobre la idea del recuerdo y la evaluación de una vida donde cada gesto es fundamental. Ono pasa tras la guerra de ser un personaje famoso y un pintor muy reconocido a tener que camuflarse y renegar de sus mejores pinturas porque estas se vinculan con una ideología hiriente, que le recuerda a los japoneses que sobrevivieron lo inútil que fueron las muertes de sus seres más queridos. El pintor debe asumir que ya nadie lo admira y que hasta sus camaradas más cercanos pasan a repudiarlo y esto no se consigue de la noche a la mañana. Ninguno de sus alumnos quiere reconocerlo como su sensei (salvo el pordiosero de Shintaro) debido a los numerosos problemas que esto podría acarrearles. Ono, pretendiendo representar ideas grandes y el espíritu de una nación frente a la cotidianeidad que buscaba su maestro Mori-san habría abandonado "el mundo flotante", el que se limitaba a retratar lo efímero de las noches de Tokio con sus faroles ondulantes y semifantasmales para caer en un error que tardará mucho en asumir, que se cobrará la vida de su hijo Kenji por el camino y que provocará el tambaleo de una familia más que ilustre que se verá asomada al abismo. 

La novela intenta centrar su acción entre 1947 y 1949, pero Ono no es un narrador lineal y va a ir introduciendo información a medida de que se vaya acordando. Esto produce unos saltos temporales asombrosos, aunque muy bien hilados, que permiten al lector conectar las distintas vivencias del pintor por temática hayan ocurrido estas en 1948 o en la década de los años 1920s. Se repite así un esquema que ya había visto en Pálida luz en las colinas con la diferencia de que aquí los párrafos no se sienten tan forzados, salvo cuando el narrador admite que se ha desviado del tema y que tiene que volver a lo que estaba contando antes del salto, lo que le resta bastante fuerza porque da la sensación de que Ishiguro se ha quedado sin forma de volver a la parte que le interesa. Esto ocurre varias veces y molesta mucho porque el lector más atento sale de ese asombro maravilloso japonés en el que había entrado y se siente un poco estafado. Aún así la narración es mucho más fluída que en Pálida luz en las colinas, donde ni siquiera había una justificación para estos saltos que alteraban el orden lógico y que me descolocaron bastante, hasta el punto de no saber si recomendar o no la novela. 

En Un artista del mundo flotante asistimos una vez más a la visión que tiene Ishiguro de su Japón natal. A diferencia de su novela anterior, aquí nos sumergimos completamente en el meollo de la cuestión, pues toda la acción se desarrolla dentro de Tokio. Ono nos habla de como es la vida en su país, cómo ha evolucionado su barrio y las personas que lo habitan, adquiriendo cada vez más hábitos occidentales y rechazando la milenaria cultura que heredan. La riña a su nieto Ichiro en el primer capítulo es un buen ejemplo de esto. El niño está solo en una de las habitaciones de la inmensa mansión venida a menos del abuelo y este se queda a mirarlo e intenta adivinar a quien imita. Lo primero que le viene a la cabeza es un noble guerrero samurai, pero la realidad es otra, el chico sueña despierto con ser un cowboy americano; la desazón del viejo es entonces monumental y llega a asustar al chico. 

Ono todavía cree en las viejas tradiciones japonesas y piensa que casar a su hija es una obligación para él. De hecho no para de demostrar una actitud muy machista a lo largo de la obra, deslegitimando las ideas y decisiones de sus hijas e intentando enseñar a su nieto que las mujeres no pueden ni deben mandar sobre los hombres y que los pensamientos de estos son cien veces mejores. Ono cree que las mujeres son débiles, frágiles y absurdas y así intenta hacérselo ver a Ichiro, quien, por tener pene, debe ser fuerte, valiente, resistente y no dedicarse a las cuestiones menores que no serían propias de su género. Esta idiosincrasia de Ono no es juzgada por el autor, pero tampoco potenciada, sino que se muestra de una forma objetiva para que los lectores puedan extraer conclusiones por sí mismos. 

Lo cierto es que ni aquí ni en Pálida luz en las colinas  el lector siente que Ishiguro juzgue a ninguno de sus personajes. Más bien se nos transmite la sensación de que son ellos mismos los que se autojuzgan. Este afán por una narración más o menos objetiva es uno de los puntos que más encuentro a favor de lo que he leído de este autor. Por muy desagradables o estupendos que puedan llegar a ser sus personajes el autor no busca ensalzarlos ni hundirlos. Mientras que leía la novela me he encontrado muchas veces dándole la razón a Ono y otras tantas en pleno desacuerdo.

Por ejemplo, las ideas que desarrolla sobre la vida del artista me parecen sumamente válidas y muy interesantes. Ono sabe que el arte es una competición contra uno mismo y contra los demás, pero que lo más importante es conseguir sacar de dentro algo que nos haga sentir, vivir, volver a ver lo maravilloso y lo horroroso del mundo y asombrarnos. Ono busca un arte con grandes pretensiones y aunque se equivoca, muchas de sus ideas como la de la búsqueda de la perfección técnica ajustada a cada uno no me parecen descabelladas. Lo más desconcertante es su alta valoración de las personas y su intento de paliar la pobreza en su país a través de la labor social del arte. Sí, es verdad que luego coje un mal camino; pero sus intenciones iniciales en ese aspecto son hermosas y totalmente loables. Al mismo tiempo, sus reflexiones sobre la vida y la madurez son muchas veces dignas de alabanza, aunque cada cierto número de páginas realice alguna que otra estupidez que lo vuelva a desacreditar.

Otra cuestión que no he comentado es que Masuji Ono guarda un tremendo parecido con uno de los personajes más memorables de Pálida luz en las colinas, el suegro de Etsuko, más conocido como Ogata-san, un profesor jubilado que habría cultivado sus ideas fascistas y tradicionalistas en sus alumnos, muchos de los cuales habrían muerto posteriormente en el conflicto bélico. Ogata, al igual que Ono, no se hace públicamente responsable de este suceso y debe soportar por ello el rechazo de toda la comunidad cuando creía verdaderamente que estaba haciéndole un bien a ésta. Por detalles así alabo a Ishiguro, quien es capaz de mostrar el lado más humano de personas con una mentalidad que no comparto ni podré compartir jamás. Si bien ante la anterior de sus obras me quedé un poco confundido, tras la lectura de esta ya sí que se me quita toda duda. Os la recomiendo encarecidamente. Tenéis otra reseña en Un libro al día, donde entre otras cosas hablan de la genialidad de los tensos diálogos que con pocas palabras expresan mucho en esta novela.

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