jueves, 26 de febrero de 2015

Cuentos de Galitzia, de Andrzej Stasiuk

El reflejo de un pueblo entre la magia y el olvido…



Un libro breve, aunque denso, como uno de esos poemas que te dice Lotman que están superestructurados, es lo que nos propone Andrzej Stasiuk en esta peculiar antología de cuentos ambientada en un remoto pueblo al borde de la extinción, cerca de Dukla, en la zona fronteriza de Galitzia (no confundir con Galicia), en los montes Cárpatos (sur de Polonia, norte de Eslovaquia y Ucrania). En primer lugar, decir que el paisaje tiene un parecido asombroso con el de una obra de Max Frisch que ya comentamos aquí hace no mucho titulada El hombre aparece en el Holoceno, que narraba la historia de un anciano que vivía solitario en el cantón del Tesino en lucha constante contra el alzhéimer y la muerte. Algunas semejanzas entre las obras pueden ser la ambientación rural primitiva y el estilo empleado, prolijo en silencios que abren huecos en la narración que el lector debe decidir si rellenar con la imaginación o dejar tal cual. Quizás sea el hecho de que los personajes en ambas obras comparten ese elemento común de ser olvidados por todo el mundo exterior. Los vecinos del pueblo de Galitzia son siempre los que buscan la interacción con el mundo más allá del pueblo y nunca al contrario. De la misma forma el anciano Geiser espera la llegada de su hija cada vez con menos recursos y esperanzas y una mañana sale, a pesar de no tener fuerzas, a pasear por la vereda, a ver de nuevo qué hay más allá del paisaje centenario al que está acostumbrado. El olvido se respira en las casas de los personajes, tan viejas que un simple soplo bastaría para derribarlas, así como en sus almas, tan frágiles y tendentes a la melancolía sin consuelo.

No obstante, alejémonos un momento de este análisis comparativo y centrémonos en la antología de Stasiuk que antes hemos calificado de peculiar. ¿En qué se basa esta peculiaridad? ¿Qué distingue a Cuentos de Galitzia de otras antologías? Stasiuk plasma un mundo de costumbres, anacrónico, que lo mismo puede ser del año anterior o de hace cuarenta, donde el sentimiento de religiosidad está siempre, si no presente, al menos latente, y se acata la mayoría de las veces en casi todos los personajes. Es, pues, en este ambiente costumbrista donde el cuentista hilvana una serie de cuentos empleando una técnica bastante moderna que evoca en ocasiones a la magia y recuerda a los escritores hispanoamericanos del realismo mágico. De hecho hay un parecido tremendo entre esta obra y Los funerales de Mamá Grande de Gabriel García Márquez. Comparten la densidad y el estilo cuidado, la creación de un microcosmos donde los personajes de unos cuentos pueden corretear por otro, dando cabriolas, saltando, llorando, riendo, comiendo, o tomándose una cerveza en la tasca de turno. La interrelación de los cuentos no se produce hasta la aparición del matarife Kosciejny, que, movido por un sentimiento de venganza, asesina por celos, siendo condenado a prisión para ser, tiempo después, liberado y morir de frío en las calles nevadas del pueblo que no le dará santa misa ni santo entierro. El fantasma de Kosciejny deambulará por el resto de cuentos entrelazando a los personajes de una historia con otra, llevando al lector a un final apoteósico y místico. Es así como lo que comienza siendo una antología de cuentos corta justo en el momento antes de convertirse en una novela. Y esa es la peculiaridad y no otra: que quizás en lugar de llamar a esto antología podríamos llamarlo también novela y estrictamente no nos equivocaríamos. Stasiuk nos propone este ejemplo de literatura de géneros fronterizos. Esto choca, como digo, con la ambientación, que parece decimonónica, y genera así un contraste precioso.

La vida de los personajes de Cuentos de Galitzia se articula en torno a dos núcleos centrales, igualmente antagónicos: la única tasca del pueblo y la iglesia. 
“Dondequiera que vaya uno, siempre hay algún bar junto al camino, en recompensa por el silencio y la quietud de la casa.”

Mientras que en la mayoría de cuentos aparece físicamente el espacio del bar como tal. La iglesia destaca casi por su ausencia. Quizás el cuento que mejor ejemplifica esto es Lugar, que es a mi juicio uno de los mejores. En él un joven aldeano contempla con nostalgia el descampado que ha quedado en el lugar donde antes estaba edificada una iglesia, que ha sido desmontada y transportada a un museo foráneo. No es el único cuento en el que Stasiuk critica la desaparición de las estructuras tradicionales religiosas: también tenemos casi al principio a Wladek, que se construye como una crítica de la sustitución del culto a Dios y a lo sagrado por el culto a los objetos procedentes de la nueva sociedad de consumo. No obstante, en todos los personajes aparece patente cierta espiritualidad que los frena y les hace preguntarse a sí mismos quiénes son, a dónde van, si obran adecuadamente o no. Encontramos este intimismo en Lewandowski, por ejemplo, pero, sobre todo, en la figura de Janek, que protagoniza, a mi juicio, otro de los mejores relatos, donde se juega con el simbolismo, el abandono de lo terrenal y la búsqueda de Dios.

Mientras que el vicio y la diversión (el espíritu de la tasca) se mezcla con la virtud y el recogimiento (el espíritu de la iglesia) de día, la caída de la noche, teñida de negro, conseguirá que se imponga lo primero a lo segundo. Y es que, siguiendo el famoso dicho, de noche todos los gatos son pardos: nadie puede ver, ni juzgar, y por eso se vuelven lícitas las acciones que a nadie se le ocurriría cometer alumbrado por el Sol. A través del fantasma de Kosciejny nos adentraremos  en cada casa y veremos las estrafalarias costumbres de los habitantes del pueblo a altas horas de la madrugada.

En los cuentos se tocan también otros temas como la pérdida de lo querido y lo que siempre se tuvo, el miedo por supersticiones o por naturaleza, el deseo de autodestrucción del ser humano que le lleva a herirse a sí mismo y a los demás, la venganza como medio de condenación, el rechazo social, la pérdida de la inocencia ante una visión más amplia del mundo, las metas de la soberbia, etcétera. Como apunte sobre el estilo destacar, de nuevo, la densidad que consigue el cuentista en sus textos, que más bien se aproxima a lo poético que a lo prosaico, tanto por esta densidad mencionada como por su belleza, por la elección meticulosa de las palabras empleadas y por la belleza de las mismas (belleza mantenida, en parte, gracias a la traducción de Alfonso Cazenave para la colección de narrativa de la editorial Acantilado). Contiene, además, pinceladas impresionistas que se aprecian especialmente en las descripciones con escasos verbos que provocan un efecto interesante en el lector y que combinan genial con la temática de los cuentos.

Dicho ya a lo largo de la reseña y resumido aquí: los Cuentos de Galitzia son una obra a medio camino entre la antología tradicional de cuentos y una novela del realismo mágico sudamericana escrita en lengua polaca y que trata principalmente del olvido, el vicio, la virtud, la espiritualidad y otros problemas trascendentales, que está escrita en un lenguaje pseudopoético, particularmente denso. Es, con todo ello, una obra excepcional y muy interesante. Primera vez que leo al autor; repetiré tarde o temprano aprovechando que hay algún que otro libro suyo más en la biblioteca.



lunes, 23 de febrero de 2015

Moby Dick, de Herman Melville

La épica moderna del cachalote blanco…


Moby Dick era una relectura necesaria que tarde o temprano debía caer. Lo cierto es que terminé de leer la última página del libro hará ya un considerable número de días, pero creo que he hecho bien en no comentar nada al respecto hasta hoy, ya que esto me ha permitido reflexionar bastante sobre los temas centrales y, como se dice a veces, sacarle su jugo al texto mastodóntico e interesantísimo que constituye está novela llena de digresiones y con marcado tono épico –especialmente en sus momentos finales-, que un hombre nacido en la ciudad de Nueva York, pero oriundo en espíritu de la inmensidad del mar, llamado Herman Melville bautizó con el nombre de la bestia que monomaníacamente persigue el capitán del barco ballenero en el cual el lector se adentra hasta escuchar el repiqueteo de las tablas de cubierta bajo los talones al caminar. Melville publica esta novela en 1851, siendo un desastre de ventas y casi también de crítica. De hecho, la buena consideración que se tiene de él procede casi exclusivamente de la crítica de comienzos del siglo XX, algo que ya comentamos hace unos meses en la reseña de Billy Budd

En Moby Dick, Melville recurre a la ambientación en la que se ha visto sumergido gran parte de su vida, a la del mar y los marineros, en este caso balleneros del famoso puerto de Nantucket que pasan varios años singlando por los océanos en busca del precioso esperma que recubre el esqueleto de cachalotes y ballenas y con el cual fabricarán aceite que permitirá alumbrar los hogares de los miles de personas que en tierra desconocen la existencia de este otro mundo que pinta el escritor. El narrador será uno de los personajes, uno de los marineros de la tripulación del Pequod, que se embarcará en este marfileño ballenero para desligarse de la vida terrenal –en el sentido literal del término-, que le ha llevado a caer en una especie de vacío existencial. Este marinero, llamado Ismael, cumplirá el papel de protagonista de la novela en los capítulos previos a la salida del barco del puerto, pero irá desapareciendo progresivamente, perdiendo continuo protagonismo, que primero se repartirá entre el resto de tripulantes del Pequod (los tres arponeros salvajes, los tres oficiales, etc.) para luego centrarse en la figura enigmática del taciturno capitán Ahab, quien ha accedido a comandar el navío por motivos personales que nada tienen que ver con el enriquecimiento de sus arcas y las de su familia. Ahab, que ha enloquecido tras la mutilación de una de sus piernas en el último viaje, sólo piensa en vengarse del monstruo que se la arrancó, la ballena blanca Moby Dick, convirtiéndose él mismo en otro monstruo que llevará al fin, a un viaje de nefastas consecuencias, a una tripulación de hombres débiles de espíritu, que no sabrán frenar su deseo autodestructivo a tiempo. Ahab los tienta con un doblón ecuatoriano, que vendría a valer casi como una finca en Benalmádena, para aquél que oteé por primera vez al cachalote maldito y dé el correspondiente aviso. Así todos se convierten en siervos de Ahab a través de la codicia y se vuelven igualmente culpables de su sino. Todos miran cada noche el doblón, como hechizados, soñando despiertos con todas las posibilidades que ese oro español permite.

“-Yo miro, tú miras, él mira, nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran…”

Moby Dick se convierte en un descenso a los infiernos, un tema recurrente en la literatura clásica grecolatina, aunque, mientras en ésta el descenso suele mostrarse tal cual –recordemos a Orfeo, Eneas u Odiseo, por ejemplo-, en la obra de Melville el descenso es alegórico, a pesar de que mantiene en muchos aspectos las estructuras de los textos clásicos. Poco a poco las señales de mal augurio se van acumulando, hasta el punto de que cualquier salida de lo esperable puede resultarnos desagradable por no cumplir nuestras expectativas. El personaje de Ahab, por otro lado, se ve constantemente tentado por lo que la tripulación define como una sombra, una especie de demonio persa mudo, Fedallah, que viajaba de polizón en el Pequod y al cual parece el capitán haber vendido su alma ante la promesa de la muerte del cachalote blanco. Las profecías del fin, pronunciadas por Elías, un hombre aparentemente loco que detiene a Ismael antes de subir al navío, y el autonombrado profeta del Jeroboam, uno de los balleneros con los que se cruza, ya ponen sobre alerta al lector. Del mismo modo, Ismael, que nos cuenta la historia una vez ha terminado esta, adelanta en ocasiones acontecimientos que consolidan esa idea de fin horrendo, de descenso definitivo al seno del infierno marino, al seno de la muerte. 

En algún momento de la narración, no recuerdo cuando, se hace la comparación de un barco con un ser humano. Es sumamente interesante, a mi parecer, la forma que tienen los tripulantes del Pequod de relacionarse entre sí y al mismo tiempo la que tiene el propio Pequod de relacionarse con otros barcos. El Pequod se impregna de la melancolía, la rabia y el malditismo de su capitán, llegando a un punto en el cual nos acostumbramos a ella. Para escapar del discurso monótono del espíritu de Ahab, Melville recurre a dos estratagemas: por un lado, a la incursión de balleneros que se cruzan con el Pequod y con los que mantiene lo que podríamos llamar un diálogo; y por otro lado, a la alternancia de la historia central con digresiones varias sobre la vida en los barcos balleneros, la anatomía de la ballena y otras cuestiones relacionadas de las que ahora hablaremos. Nueve son los barcos que se cruzan con el Pequod, cada uno con un comandante distinto, con una personalidad diferente, algunos nobles y respetuosos, otros viles y maleducados, algunos felices que vuelven a sus casas con las bodegas llenas de aceite, otros tristes porque pasan los meses y la campaña está siendo un fracaso,… Sea cual sea el caso, lo importante, creo yo, es el contraste que permite ver más mundo allende la infinita soledad del océano.

La importancia de las digresiones en la obra es palpable, pues de las aproximadamente quinientas páginas, según edición, que la componen, más de ciento cincuenta pueden ser sin exagerar artículos de Melville sobre las diferencias entre el cráneo de la ballena y el del cachalote y cosas por el estilo. Este uso exagerado de la digresión, que inunda páginas y páginas de saber enciclopédico es uno de los motivos de su fracaso comercial y también una de las características de la escritura de Melville y que ahora vuelve a estar tan de moda. El libro de Melville se convierte en una especie de fusión entre un texto científico, una novela de corte realista y una epopeya homérica. Él mismo se refiere con sorna a su predilección por la divagación en la novela de esta forma tan metafórica:

“Del tronco nacen las ramas; de éstas las ramillas, y así, de las obras de pensamiento, surgen también las digresiones.”

Sobre el tono empleado que ya hemos mencionado antes hay que remarcar que abunda la construcción épica homérica, con monólogos desgarradores y figuras que, a veces, imitan el estilo del aedo. En el Diálogo sobre poesía de 1800 Schlegel hablaba de cómo una nación debía de crear su propia mitología a partir de las obras literarias, fomentando la originalidad combinada con elementos de las obras de la grecolatinidad clásica. Algo así hace Melville con su novela más reconocida: una especie de primera épica de la incipiente historia de la literatura estadounidense, que no podría presumir de contar con muchos nombres de peso hasta el siglo XX. . Tampoco escasean las referencias bíblicas. En un capítulo de los primeros casi podemos decir que Melville, en boca de uno de los personajes, hace un remake de la historia de Jonás. También Job aparece en varias ocasiones mencionado por ahí.

Y seguramente se me escape algo así de importancia, pero creo que ya he dado una idea general de la obra, lo que era mi objetivo en primera instancia. Moby Dick es una gran novela que abarca un abanico de temas asombroso y que, a pesar de sus continuas salidas de texto, sigue siendo una obra imprescindible, una genialidad mayúscula.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Martin Zarza (Tomo I), de Miguel García

Como un payaso esquizofrénico…




Si tuvieras que decidirte si comprar, o no, una novela como Martín Zarza, primerísima publicación de la recién nacida editorial El último dodo, y sólo pudieras leer la primera página, por azares del destino, por pereza, o qué sé yo, posiblemente no la comprarías. Yo sería el primero en no hacerlo. Si te ampliasen el margen de páginas que puedes leer hasta poder completar el primer capítulo, posiblemente tampoco la comprarías. De hecho,  pocas novelas he visto que empiecen más flojas que Martín Zarza. Y sólo eso es lo peor de todo, obviando, por supuesto, alguna que otra errata de corrección, que no impide disfrutar del texto. Porque el problema de esta novela es sólo ese, que mejora, paulatinamente, hasta alcanzar niveles estratosféricos de calidad, hasta dejar una huella en ti, imborrable, un sentimiento de amarga acidez que te atraviesa el alma. Que no te deja indiferente. 

El verano pasado leímos por aquí una novela de Pedro Maestre, ganadora del prestigioso Premio Nadal del año 1996, titulada algo así como Matando dinosaurios con tirachinas, de la que se hizo una minireseña porque no había tampoco mucho que comentar. El caso es que la novela que nos propone Miguel García, primera parte de tres de las cuales estaría compuesta, se da un aire a ésta otra, aunque sin ganar ningún premio, así sonadillo. Y curiosamente le da mil vueltas. En ambas obras los autores se propone describir las relaciones de un individuo con la realidad moderna, sintiendo como ésta le golpea una y otra vez. Si en la novelita de Maestre el protagonista era el mismo Maestre resumiendo su vida diaria, García ni siquiera recurre a un alter ego, o eso creo que le oí decir a él en la presentación del libro, donde me camelaron para que me lo comprara –y la verdad, no me arrepiento (que también podía haber pasado, eh). Miguel crea a un personaje ficticio, que se traslada a Sevilla al heredar un piso, dejando de lado su vida en la capital de España, asumidos (como el Maestre obligado a batallar contra “dinosaurios” sin las armas adecuadas) que sus sueños no se cumplirán jamás. De hecho, Martín, el protagonista, un genio, al parecer, en el campo cinematográfico, dejó hace años su carrera en el cuarto curso, o sea, a las puertas de conseguir el título, para trabajar en una televisión local. De esa relación que lo limitaba creativamente, con un salario de currante, deriva su decisión de distanciarse de todo medio audiovisual. Avergonzado por el cúmulo de aspectos que le repugnan del círculo social al que pertenece, el vinculado a la industria audiovisual, por sus estudios y su trabajo en Manzanares TV, decide mentir en el currículum cuando busca en Sevilla con qué ganarse la vida y evitar, intencionadamente, todo contacto con una película. Otro dato interesante es que el piso que hereda carece de televisión y Martín no pensará en ponerla hasta que no le quede más remedio. El objetivo de Martín viene a ser el de empezar una vida nueva, aprovechando la increíble oportunidad que tiene de ello. Sin embargo, pronto comenzará a tener dificultades, como es esperable. Dificultades económicas, para más inri. 

Su ambientación en otoño de 2010  hace perfectamente comprensible dichas dificultades. Se refleja perfectamente la situación de España en uno de los años más duros de la crisis económica en la que aún estamos inmersos con algunos episodios y comentarios que tienden a llamar al llanto de los lectores. Yo mismo debo reconocer que me he emocionado en varios momentos de la narración. Así pues, es, por tanto, una novela con una importante carga social, más allá de todos los problemas morales, cotidianos, antropológicos y psicológicos que trata. La visión del colectivo, de la sociedad, y la del individuo normal y corriente, de la calle, se funden en Martín Zarza. Porque la obra pretende plasmar la vida y lo hace con bastante soltura. Se produce un dialogismo interno en el personaje principal y un dialogismo externo entre el protagonista y las demás personas con las que interactúa. Incluso se produce un débil dialogismo interno en algunos personajes secundarios interesantes, como Julia. Aunque quizás me pongo un poco cientificista con tanto dialogismo. Lo cierto es que no puede desarrollarse porque el narrador omnisciente sólo en contadas ocasiones se aleja un palmo de Martín.

Otro detalle a tener en cuenta es la estructura de la novela. García alterna los episodios narrados desde la omnisciencia con páginas de un diario que Martín escribe, lo cual, parece ser un gran acierto, porque permite contar cosas que siguiendo sólo uno de los modelos nos resultaría bastante extraño y obligaría, quizás, a desechar material.

Cuando decimos que Martín Zarza aspira a reflejar la vida es porque efectivamente lo que aspira es a reflejar la vida, con sus alegrías y sus penas, con sus risas y sus llantos. Ben Myers dijo en una ocasión a propósito de Todo va bien  (novelita que anda por aquí en casa y que no tardará mucho más en caer) de Socrates Adams que este escritor había conseguido con su obra cruzar repetidamente la línea que separa la alegría del dolor como un borracho al volante. Miguel García no se queda atrás, a pesar de su, repetimos, flojo comienzo. Martín Zarza es como un payaso esquizofrénico en un circo. Te hace reír, y luego llorar, para que acabes llorando mientras ríes.