jueves, 30 de octubre de 2014

Ilíada, de un apuesto señor llamado Homero

El comienzo de todo...


¿Qué es la Ilíada, a parte de la primera obra escrita de la literatura occidental, según los datos de los que disponemos, que se ha conservado por la tradición copista de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento convirtiéndose en el primer libro que aparece en la mayoría de cánones de la cultura a la que pertenecemos? Toynbee defiende que la cultura grecolatina no muere, sino que gran parte de su carga genética –por decirlo de alguna forma- descansa en su hija más inmediata: la actual cultura de lo que conocemos por Occidente. ¿Son de esta forma todos los libros escritos después de Homero en Europa y Estados Unidos una inmensa prole de la Ilíada y la Odisea? Bien es verdad que muchos de los elementos que han tenido éxito y han persistido en la historia de la novela aparecen ya, sino dibujados con precisión, al menos esbozados sutilmente. La enorme écfrasis que hace el poeta griego del escudo que Hefesto, el dios cojo de ambos pies, fabrica para Aquiles nos recuerda a las extensas descripciones típicas de las novelas realistas del siglo XIX. Las novelas de espías de Iam Fleming encuentran su más claro precursor en la rapsodia número diez de la Ilíada, que se ha encumbrado como mi canto preferido de la epopeya, junto con el de la triste muerte de Héctor, al que abandonan los dioses. De la misma forma, y esto es incontestable, toda la narrativa de tema bélico posterior ha debido beber, directa o indirectamente, de esta gran obra. 

Es así como la influencia que desprende Homero es vastísima. Volver la vista a atrás, a Homero y su Ilíada, es mirar los inicios de la literatura escrita, constituye una especie de paleontología de la escritura de ficción –aunque, como bien sabemos, Homero escribió sus obras con fines históricos para que quedara en papiro la historia de una gran batalla que debió de ocurrir hace muchos años en una sacra ciudad llamada Ilión, más conocida como Troya. Estudios recientes han demostrado que una ciudad de Asia Menor, al otro lado del ponto, podría ser la que acogió al legendario rey Príamo y a sus hijos. Homero trazó los motivos, pues, de un asedio que, sin duda, debió producirse, recogidos, probablemente, de la tradición oral, pero la fuga de la bella Helena, esposa de Menelao, hermano de Agamenón Atrida, con Paris, hijo de Príamo, apenas puede sostenerse históricamente hablando. Aún así da lugar a un conjunto de consecuencias que genera una historia argumentalmente admirable. Agamenón se embarca con Menelao, todos los reyes aqueos –entre los que descuellan por su fuerza y su valor Diomedes, Idomeneo, Odiseo, los dos Ayantes y, finalmente, Aquileo, hijo de la diosa Tetis- y un ejército numerosísimo en cientos de naves de negras velas que atraviesan el mar. Pero, esto es muy anterior a la narración, pues la historia comienza en el noveno año de asedio de la ciudad de Troya, una vez los argivos han conquistado los terrenos colindantes, hecho prisioneras y obtenido grandes fortunas con el saqueo. Tras una disputa entre Agamenón, rey de Micenas y principal caudillo de los dánaos, y Aquiles, a éste último se le arrebata la mujer que amaba, conseguida como trofeo tras el ataque a una ciudad aliada de Troya, llamada Briseida. Aquiles se enfurece con Agamenón y se niega a seguir batallando por la toma de Ilión. Al mismo tiempo les pide a los dioses que caiga inmensa desgracia sobre los argivos al mando de Agamenón.

Aparecen al fin los dioses en la historia. Homero crea un doble plano que nos puede recordar muy bien a cuadros de pintores como Tiziano o El  Greco. Por un lado está la cima del monte Ida y el mundo divino, y por otro la superficie terrestre donde viven, luchan y mueren, con gloria o sin ella, los hombres. La interacción de entre los dos planos suele ser de la siguiente forma: o bien un guerrero, teucro o dánao, pide un deseo a una deidad determinada y esta lo cumple, o bien es la divinidad la que, viendo en apuros a alguno de sus más insignes y queridos héroes, desciende ella misma o envía a otra en su auxilio. No son pocas las veces en las que creyendo muertos a alguno de los personajes centrales un dios o una diosa lo salva y le cura toda herida. El héroe por excelencia más salvado, a pesar de su escaso protagonismo en la obra, es quizás Eneas.

Ya he comentado que la historia, argumentalmente hablando, es genial, pero el estilo de Homero, castigado por el paso de los siglos, puede tener el defecto de resultar un poco plano, aunque no sé si esto puede deberse a la traducción literal del griego que hace Luis Segalá y Estalella para la editorial Aguilar, que ha sido la edición que he tenido el placer de leer –No obstante, en alguna parte Carlos García Gual comentaba que era una buena e interesante traducción. Volviendo al asunto del estilo, cabe destacar que muchas veces los personajes parecen carecer de personalidad propia. Todos parecen hablar de la misma forma, ser el mismo personaje. Por otro lado, resulta especialmente repetitivo en cuanto al uso de metáforas pertenecientes al reino animal y al pastoreo. No son malas metáforas, pero esa reiteración constante hace más pesada la lectura. De igual manera los epítetos, también profundamente repetidos, obstaculizan la lectura del texto. En cambio, la fuerza para crear imágenes de Homero es de altísimo nivel. Aún me estremezco al pensar en el detalle que muestra el primer escritor griego en la mayor parte de las muertes en los diversos combates que tienen lugar a lo largo del poema épico. 

Poco más tengo que decir de la lectura,  aparte de que es tremendamente recomendable y he disfrutado mucho con ella.


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